viernes, 4 de octubre de 2019

Tres epitafios órficos, de Antonio Gracia

Tres epitafios órficos – El Cuaderno





Tres epitafios órficos

/por Antonio Gracia/

La muerte universal

Yo estaba, no sé cómo, subido a una alta torre

en medio del sereno firmamento.

Miraba las estrellas,

sumido en el fervor de la contemplación,

y mi pluma trataba de entender.

Sembraba de preguntas

la infinita belleza de la noche,
la estelar telaraña donde el hombre se prende

en la fascinación del Gran Enigma.

Veía los secretos del espacio

y el tiempo, y vi el crisol

de las crepitaciones de la carne.

Contemplé la vorágine inconsútil,

ubicua y sin lugar,

estática y errante,

sobre mi frente erguida. Vi

los dioses encrespados

que se gestaban en la inmensidad

y los que, ya cadáveres, servían

de arcilla misteriosa

para divinidades sucesivas;

vi la frágil infancia

caminando hacia la decrepitud

sin saber por qué nace y por qué muere;

vi mis células

desjarretarse entre palpitaciones,

caer como aerolitos

al osario abisal;

vi las sirenas émulas de soles

nadando en el océano

del firmamento como

dragones encendidos

devoradores de la luz; miré

el aleph donde todo se esclarece

desde su barbacana vislumbrante:

la hecatombe

de la Conflagración Universal

promulgabasu horror: toda existencia

es la semilla de su propia muerte

y toda muerte engendra nueva vida

carente de pasado y de futuro.

De pronto, un estallido sinuoso

conmocionó los astros, me sumió

en una inexorable

caída hacia el abismo

que me alejaba de los dioses y

me enterraba en el vértigo. ¿Qué ocurre?

¿Acaso el Universo se disuelve en cenizas?

Mi conciencia me dice que debe haber un orden

en la naturaleza.

Pero sigo cayendo y no aparece

un Dios que ponga bridas al destino.

Antes de mi caída, la belleza

le daba algún consuelo

a la existencia. Pero ante la muerte

nada tiene sentido.

Mirando alrededor, buscando alguna fe

que justifique el hecho de vivir,

encuentro solo ruinas, conciencias desoladas

y la asechanza de la indefensión.

¿Qué debo concluir de esta orfandad sin nombre?

¿Dónde queda el fulgor

de nuestra inteligencia desatada?

La muerte es un cadáver que sueña en nuestro cuerpo

y emerge lentamente,

hasta tomar la forma de esta cripta

que hemos llamado vida.

Existir es estar, ser en el tiempo

el inasible rostro de una efigie

que es la concitación de sus metamorfosis:

somos caducidad, mortalidad:

Todo en el universo combate contra todo

y nada queda al margen del combate.

Las estrellas son fuegos quemando otras estrellas

y todas las criaturas alimentan sus vidas

con la muerte darwínica de las otras criaturas.

Así el lobo degüella al antílope altivo

y el hombre se convierte en lobo contra el hombre.

Así la antimateria devora la materia

y sobrevive el arte que humilla al que lo causa.

Solo existe la vida porque existe la muerte.
Qué inútiles los sueños,

las ansias de escrutar y de escribir

como revelación y profecía

el destino del hombre, confesé;

el perfecto Universo es nada más que un átomo

y la infrangible eternidad es solo

un fugitivo instante sin memoria.

Toda conciencia dura apenas nada.

La sustancia del cosmos es fungible,

igual que lo es la carne o el espíritu.
Yo estaba, como digo, mirando las estrellas,

los arriates de estrellas crecidas en la noche,

y mi pluma trataba de entender

la infinita tristeza que depara el vivir.

De repente, lo supe:

también la pluma es otro ser muriente.
Y antes de abandonarme al gran osario,

anoté, persiguiendo algún consuelo:

también

todo dolor desaparecerá.
***

Las ruinas de la luz

1
Hoy me he puesto a escribir, una vez más,

para dignificarme y conocer

mi nombre verdadero.

Se ha dormido la pluma sobre el folio

rescatando nostalgias y buscando

la palabra elocuente.

De súbito he pensado que todo cuanto soy

ya lo han sido otros hombres, lo han escrito

a fin de ennoblecerse como yo

y hallar su identidad.

Siempre hay quien vive nuestra biografía

y escribe los poemas que escribimos

mucho antes que nosotros.
2
Se ha dormido la pluma sobre el folio

oteando mi vida, rescatando fragmentos

de paraísos y desolaciones

con los que componer autorretratos

de aquel que fui y aquel que quise ser:

la biografía para un hombre oscuro

buscador de la luz.

En su remoto sueño la pluma escrutadora

divisa el hueso del origen, canta

las astillas homínidas, el mármol

medieval que elevó las catedrales,

el fuego constelado como un fósil del cielo,

todo cuanto revela que yo soy

oriundo de los dioses, hijo

del cosmos.
3
La biografía para un hombre oscuro

que quiso ser un dios

se tiñe de tinieblas

cuando alza la memoria su olifante:

aludes de victorias y derrotas

alzan su frenesí,

conforman el paisaje.

Una serpiente de infinita herrumbre

rodea el firmamento, lo estrangula

y lo disgrega en ónices y cuarzos.

Se hacinan las montañas y los mares,

los olivos y las crepitaciones,

el pájaro y el pez, la hoguera, el agua,

la indefensión de la orfandad, las clámides

que disfrazan la efigie del pasado,

las fantasmagorías del futuro,

las ruinas del presente.

Todo cae, sedición, máscara o rostro,

en la estruendosa cripta de la noche.
4
Cuando alza la memoria su olifante

todo se apresta a su resurrección.

Mira la pluma errante su fértil manuscrito

todavía invisible.

Un niño surge de su infancia y sueña

con bosques y rosales,

con juegos trascendidos;

pero lo que ayer fuera sortilegio

es hoy devastación:

toda semilla entraña sus despojos,

todo sueño enmascara un desengaño.

En medio de su vida eleva el hombre

las ramas de sus brazos como un árbol

que aspira a alzarse al cielo:

y un rayo le recuerda

que es materia de fuego y de ceniza.

De la espesura brota

el nombre del amor: pero no engendra

sino una muerte súbita

sembrando de tristeza el horizonte.

Hombres y niños, sueños y esperanzas

construyen sus palacios

para albergar eternidad

y urdir la plenitud;

pasan los días y los años: quedan

esqueletos de lirios,

cadáveres de estrellas y nostalgias;

las raíces, marchitas,

asoman entre rocas;

el manantial de fe mana sequías;

infancia y hombredad y alto castillo

ruinas son de un fulgor que no existió:

un alcázar de ajado terciopelo.
5
Todo sueño enmascara un desengaño

y el zafiro del tiempo destruye la utopía

de la inmortalidad por la palabra.

El verbo eleva solo estatuas mudas

que constatan, inermes,

la inefabilidad de la existencia

y los sepulcros de la realidad.

No hay redención y nada transfigura

la pluma pensativa:

a sí misma se dice y su decir encarna

la muerte del vivir.

Cadáveres son Dante y Garcilaso,

santuarios y oscuros mausoleos

donde buscamos dioses que no existen

y hallamos los vestigios de la luz.

El lenguaje captura las esencias,

pero no su sustancia.

La elegía constata sus sarcófagos

y la oda el anhelo insatisfecho.

El poema recuerda, inventa o sueña,

recrea o profetiza,

pero afirma tan solo su propia identidad:

el cementerio donde

la nada sueña ser.



6



El verbo eleva solo estatuas mudas.

Siempre queda, donde hubo plenitud

el resplandor de una fugaz belleza

que quiere renacerse.

Pero la muerte asoma inexorable

en las reliquias del amanecer.

Veo mi propia muerte:

la vida descendiendo como un túmulo

por las escarapelas del dolor

hacinándose en huesos y

ceniza, eslabonando

los sucesivos óbitos del trance

a la mortalidad definitiva,

cayendo desde el útero del cosmos

a la zahúrda egregia del abismo

donde todo es delirio y confusión.

Miró mi pluma al hombre, su laberinto terco

de sentimientos y filosofías:

vio combates y sangre derramada

por manos convertidas en puñales;

y no quise luchar; me desterré al desierto

de una gris soledad contemplativa

sabiéndome culpable y desertor,

náufrago, agonizante ángel sin alas.

Regresan hoy las tumbas del ayer.

Mi carne se fragmenta, su podredumbre crece

como infinita sierpe que estrangula el orbe,

y sobre mí se abate la gris melancolía.
7
A veces, sobre el mundo se cierne un ala negra

semejante al cadáver de un cuervo buitreador

del corazón del hombre. Y aunque cierro los ojos

para ver solamente lo que anhela mi espíritu,

comprendo que los sueños son criptas disfrazadas;

y sobre mí se abate

la gris melancolía.
***

Laberinto estelar

Mira una noche clara la inmensidad azul

del firmamento, observa la transparente urdimbre

de los astros, el mágico estallido

de luz. Sobre tus ojos la galaxia de Andrómeda

agita sus estrellas

como infinitos átomos gigantes.

A un millón de años luz de ese bosque solemne

vives tú, enamorado de tu gran corazón,

un astro diminuto que late y te recita

palabras armoniosas que siempre te convencen

de que tú eres el rey del universo.

Y sin embargo yaces en un rincón oscuro

limítrofe de nada, tan lejano

de cualquier referencia y claridad

que si Dios nos buscase no nos encontraría.

Antonio Gracia es autor de La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980), Los ojos de la metáfora (1987), Hacia la luz (1998), Libro de los anhelos (1999), Reconstrucción de un diario (2001), La epopeya interior (2002), El himno en la elegía (2002), Por una elevada senda (2004), Devastaciones, sueños (2005), La urdimbre luminosa (2007). Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros, ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana. Sus últimos títulos poéticos son Hijos de HomeroLa condición mortal y Siete poemas y dos poemáticas, de 2010. En 2011 aparecieron las antologías El mausoleo y los pájaros y Devastaciones, sueños. En 2012, La muerte universal y Bajo el signo de eros. Además, el reciente Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son Pascual Pla y Beltrán: vida y obraEnsayos literariosApuntes sobre el amorMiguel Hernández: del amor cortés a la mística del erotismo La construcción del poema. Mantiene el blog Mientras mi vida fluye hacia la muerte y dispone de un portal en Cervantes Virtual.

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