Poetas ‘influencers’ a la captura de ‘likes’: ¿malos tiempos para la lírica?
por Carlos Dávalos
El ensayista, poeta y traductor Martín Rodríguez-Gaona (Lima, 1969) ha publicado ‘La lira de las masas: Internet y la crisis de la ciudad letrada’ (Páginas de Espuma), ganador del premio Málaga de ensayo y con el que se aproxima al fenómeno de los ‘poetas influencers’, de la tiranía de los ‘likes’, de la dictadura de la ‘democratización populista’, cada vez más falsa, cada vez más diseñada y controlada, pues viene siendo instrumentalizada globalmente por el ‘mainstream’. Hablamos con él.
En los últimos años, los libros de poesía han pasado a ocupar los escaparates de novedades cuando antes estaban arrinconados en las estanterías de la sección de poesía. Libros que venden decenas de miles de ejemplares de autores que comenzaron a escribir en la era de Internet y que han generado tantos followers como lectores tienen ahora. Poetas que rápidamente fueren captados por grandes editoriales que vieron cómo estos poetas “nativos digitales” podían generarles beneficios económicos. Si antes lo que Ángel Rama llamaba la ciudad letrada –la academia, la crítica, las revistas culturales, las editoriales que servían de filtro, los escritores— era la fortaleza desde donde se decidía quién entraba y quién no, se ve ahora debilitada por la proliferación de los likes en redes sociales.
Hablamos de todo esto, de la poesía en tiempos de Instagram, con Martín Rodríguez-Gaona, autor de La lira de las masas: Internet y la crisis de la ciudad letrada.
En tu libro hablas de la manera en que la poesía ha pasado a ser algo mediático, masivo, donde las nuevas tecnologías y las redes sociales están jugado un papel fundamental para este cambio de paradigma, donde todo parece haberse ‘democratizado’ y ya no son los poetas quienes buscan pasar el filtro de los editores para ser publicados, sino que son los editores quienes buscan a aquellos ‘poetas influencers’ con más ‘likes’, o seguidores para publicarlos. ¿Esto también afecta a la manera como se está leyendo ahora? ¿Está cambiando la forma de leer poesía? ¿De qué manera está cambiando la relación poeta-lector?
El uso cotidiano de Internet supone la consagración de la oralidad electrónica, que pone fin a los pactos de la cultura escrita (veracidad, permanencia, valores formales, etc.). Lógicamente, esto afecta a la lectura tradicional, concentrada, silenciosa y privada, que era la propia de la ciudad letrada. De allí la importancia de reconocer lo transmedial, la integración del texto, el audio, la fotografía y el vídeo, ya como fenómenos ineludibles de las propuestas literarias contemporáneas: algo particularmente importante en poesía por la conexión entre el sujeto lírico y la autorrepresentación virtual. Sólo a partir de la dilucidación de estos nuevos registros se podrá reconocer cuál es el límite de lo que consideramos con valor literario o digno de incorporarse a la ciudad letrada.
En otros términos, los cambios son profundos y diversos, desde la masificación del pergamino electrónico, la cual afecta al poema tanto formalmente como en su difusión. Ese paratexto digital (la imagen, la inmediatez, la interactividad, la autorrepresentación) crea un nuevo contexto para la lectura, ya imprescindible para las valoraciones artísticas o literarias. Socialmente, esto también es expresión de una democratización populista, cada vez menos autónoma, cada vez más diseñada y controlada, pues viene siendo instrumentalizada globalmente por el mainstream y lo corporativo.
¿Lo corporativo se estaría apropiando de Internet, incluso en la poesía?
Esta última fase (opuesta a los inicios democratizadores de Internet) es particularmente peligrosa. En poco más de una década, hemos llegado a un punto en el que la minería de datos (el big data), se emplea para el diseño de un consumo compartimentado y homogeneizado, de acuerdo a categorías como género o generación, afines a los propósitos de lo corporativo: de este modo el mainstream y las políticas identitarias coinciden como expresión de un consenso ideológico neoliberal, sea en su vertiente en la industria del entretenimiento o académica (con el proselitismo de los intelectuales internacionales formados desde la universidad estadounidense). En concreto, en la literatura, esto se consigue mediante una agresiva concentración mediática y editorial, la cual consolida tendencias a través del poder otorgado a influencers (celebridades, modelos y gestores de comunidades con un aura literaria), que representan ese puente demagógico en el que los seguidores y el público se proyectan (no ya lectores, sino seguidores y fans). Estamos frente a un demos retóricamente manejable a través de la demagogia (electrónica), que pretende unificar tanto a la cultura audiovisual como a la escrita.
La forma de leer cambia, entonces…
En resumen, como una alternativa a los modelos de lectura individuales o ilustrados (con su proyecto emancipador que, aunque fallido, dio origen a la clase media y la sociedad de bienestar), la escritura desde las redes sociales propone el gregarismo de lo representativo, lo emocional y el entretenimiento, canalizando incluso la legítima disconformidad que caracteriza a la precariedad millennial (creada por el mismo modelo económico que les brinda hoy simulacros de rebeldía, para consuelo del precariado).
En consecuencia, aceptar alegremente un sistema post ilustrado en lo cultural (como la mayor parte de la producción simbólica prosumidora de Internet), equivale a avalar la fragmentación total de la identidad tanto social como colectiva. En este diseño, la democracia y la política sólo pueden ser un simulacro, una función más dentro de la civilización del espectáculo. Se deduce el alto riesgo de que los escritores requieran ser avalados por sus seguidores y números de ventas para poder publicar o tener visibilidad en la cultura corporativa: influencers, instagramers y otras celebridades, quienes, precisamente por su carisma, medianía y amabilidad, serán los preferidos para representar a determinados nichos de consumo y/o potenciales electores. Y esto ya está teniendo un calado en la institucionalidad cultural, tantas veces permeable a la demagogia política. Ante el ocaso de los intelectuales y creadores independientes, se abre el riesgo de la inclusión en la ciudad letrada de la poeta Disney y del columnista Netflix.
En tu libro haces un símil entre Cindy Lauper y Madonna. ¿En qué consiste esta comparación cuando hablamos de poesía actual?
Ellas representan el enfrentamiento entre la autenticidad artística y el espectáculo por el espectáculo, el lirismo individual frente al sensacionalismo empresarial, en el contexto del triunfo de la globalización. La hiperproductividad de Madonna, su constante mutación más allá de un discurso definido, coincide además con el empleo de una nueva plataforma tecnológica también democratizadora (antes el videoclip y MTV, ahora las redes sociales). No es casual que las primeras influencers poéticas jugaran a ser unas mini Madonnas adolescentes (autorrepresentándose en el ritual Disney del paso de Hannah Montana a Miley Cyrus), por lo que se asumió el paradigma de la celebridad mediática, mucho antes que el de una formación humanista. Conseguido esto se pasó, tras la crisis de 2008, del consumo hípster a auspiciar el 15 M, la AltLit, el post conceptualismo, el feminismo o las políticas identitarias: todos simulacros, desvirtuando discursos legítimos, reduciéndolos a estrategias de posicionamiento de generación y género.
Hablas también de la manera en que el o la poeta nativo digital ya no solo es un poeta, sino que también busca ser parte del producto final. Su imagen se convierte en parte fundamental del producto que se pretende difundir. Si convencionalmente el o la poeta era un artista solitario que frente a la página en blanco intentaba interpretar su tiempo/vida/mundo, ahora ¿cómo ha cambiado el proceso creativo? ¿De qué manera se enfrenta el poeta (al que tú llamas prosumidor, haciendo referencia a McLuham) a la página en blanco, al lenguaje?
Hay distintos casos, en cuanto a la calidad y propuestas de escritura. Pero, prácticamente todo lo que llega a ser publicado y alcanza cierta visibilidad pasa por la autogestión y la autorrepresentación electrónicas, apoyándose en la creación de comunidades en las redes sociales, gestionadas con el fin de obtener un posicionamiento generacional y de género. Estos son niveles conscientes para cualquier poeta nativo digital. No obstante, más allá de la autorrepresentación y el proponerse como un personaje, el filtro último o consagración será hecho siempre por los medios, por el periodismo, no por las instituciones literarias o el gremio poético. Dicha asimilación, obviamente, prefiere productos atractivos iconográficamente, más simplificados, sea formal o discursivamente, a veces sensacionalistas y otras dando espacio a reivindicaciones románticas o politizadas asociadas a la rebeldía juvenil: el malditismo cool y otros simulacros o militancias.
Entonces, en estos momentos la industria editorial corporativa, en su afán por consolidar un mainstream, apoya al poeta o la poeta póster, que no crea pensamiento, sino que recoge discursos previos, consolidados, fundamentalmente del medio anglosajón, sea los de la industria del entretenimiento o del entorno académico. Así, Rupi Kaur, una poeta prescindible dentro de la escritura canadiense contemporánea, se convierte, desde su manejo de las redes sociales, en un fenómeno editorial corporativo, apoyada por una multinacional como la CBS, siendo traducida por Elvira Sastre y reivindicada por Luna Miguel, autoras afines en sensibilidad y propuesta.
En este sentido, debemos recordar que una revista electrónica de tendencias como PlayGround, con un consumo sectorizado para una generación dentro del entorno electrónico, ha sido más influyente que los suplementos culturales tradicionales. Pero debe tenerse en cuenta que, como conjunto, esta generación, que empezó con el optimismo del consumo hípster, transmuta hacia el precariado y la tardoadolescencia (ambos síntomas de su inviabilidad económica).
Mientras tanto, la consolidación del estatus de celebridad, que sigue abierta por rentabilidad para unas pocas figuras, hace que estos líderes de consumo se arroguen también el papel de portavoces políticos de los desposeídos o las minorías, con el beneplácito de muchos seguidores, algunos por mera inconsciencia y otros por un abierto interés profesional: la posibilidad de edición, de una reseña, de una colaboración, de una mención en un tuit (recordemos: el influencer básicamente se fotografía con un libro y eso le basta como preceptor de consumo). Se ha pasado así de la autonomía de la autogestión al clientelismo electrónico.
Pero entonces, ¿estamos hablando de poesía? ¿O habría que llamarlo de otra manera?
En el caso de los poetas pop tardoadolescentes y los influencers, estamos hablando ante todo de productos editoriales (que empezaron en una autogestión electrónica relativamente literaria y han llegado a la banalidad más extrema, al nivel formal y discursivo de los apuntes escolares de catarsis adolescente). Esta escritura ha sido llamada de muchas formas: parapoesía (Luis Alberto de Cuenca) o subpoesía (Luis Antonio de Villena), por ejemplo. Incluso el Marqués de Santillana tildaba de ínfimos a los poetas amateurs de su tiempo (que escribían romances). Yo propongo el término ‘Poesía pop tardoadolescente’, que pretende ser meramente descriptivo.
¿De qué se nutren estos poetas?
Estos poetas prosumidores se nutren de ellos mismos, de lo que ven que tiene éxito en Internet y, por consiguiente, se emulan, sea en prácticas, gestos o discursos. Muchos de ellos se sienten parte de un star system, el cual también tiene sus filias y sus fobias. Pero, en general, desprecian la tradición humanista o ilustrada, bajo el pretexto de un conflicto generacional, pues se afirman en la compartimentación del consumo que propone lo corporativo (sea la cultura teen, lo millennial o las políticas identitarias). Es decir, viven en el eterno presente de lo virtual, donde su aceptación masiva e inmediata les hace creer que no existe una memoria cultural: todo lo que no tiene visibilidad en el entorno digital o carece de identidad electrónica es “viejuno”, “pollavieja” o no está “suficientemente deconstruido”. Todo esto les lleva a adoptar como nuevo paradigma el estatus de celebridad, el reconocimiento mediático a través del seguimiento de tendencias, antes que la ambición discursiva o la calidad de la escritura.
Mencionas que estos poetas, en comparación con los mayores es menos literaria e intelectual, e incluso mencionas que son anti-artísticos. ¿A qué te refieres cuando dices que se sitúan en la frontera entre lo popular y el populismo?
Lo popular es un registro, ya canónico, explorado por Wordsworth, García Lorca, Nicolás Guillén, Luis Alberto de Cuenca y Pablo García Casado, entre muchos otros. Pero, en estos ejemplos, aquello era parte de una propuesta de lenguaje que intentaba, ante todo, recoger voces, personajes y paisajes relacionados con la experiencia popular, sea en lo rural o lo urbano, para transformarlos artísticamente. Digamos que lo popular era una aspiración espiritual, una entre otras propias del Romanticismo, como la libertad individual, la expresión del inconsciente y la búsqueda de lo absoluto. Con el paulatino y exponencial crecimiento demográfico a lo largo del siglo XX se impone lo masivo y se invierten las tornas: la pretensión del arte populista es satisfacer el gusto de las mayorías, por lo que el lenguaje se simplifica y se confía en la mercadotecnia. Ese es el proceso que ha llevado a algunas editoriales, antiguamente prestigiosas, a apoyar a los poetas pop tardoadolescentes.
En tu libro hablas de que esta ‘poesía pop tardoadolescente’ se corresponde a un narcicismo juvenil despolitizado que representa una continuación de la llamada Cultura de la Transición Política. Sin embargo, rescatas ciertos feminismos que revertirían esto. ¿Qué papel juegan las poetas nativas digitales mujeres que le dan un valor añadido a lo que un poeta nativo digital hombre propone?
Gracias a Internet la poesía escrita por mujeres se hace visible y se muestra llena de vitalidad y alternativas, hasta consolidar el protagonismo y el liderazgo femeninos entre los nativos digitales. Esto supone una participación inédita en la ciudad letrada, en gran medida, por la alfabetización digital, que les permite autorrepresentarse, crear comunidades y promocionarse, ignorando la autoridad y jerarquías tradicionales (muchas veces desfasadas o directamente injustas). Un ingreso en la ciudad letrada mediante lo que se ha denominado como el empleo de una ética hacker.
No obstante, el peligro está en la simplificación y las cuotas que, pasado un primer momento, requiere en la actualidad lo corporativo. Desde dicha perspectiva, son suficientes dos nombres o imágenes reconocibles para cumplir el expediente de “poeta mujer joven emergente”: siempre los mismos nombres, las obras más amables, simples o conservadoras intelectual o estéticamente (pertenecientes a la misma comunidad poética o a un par de editoriales). Esto es una perversión, pues en la actualidad hay más de un centenar de poetas jóvenes de calidad en activo, además de importantes comunidades electrónicas de estudio sobre los feminismos (como La tribu: un cuarto propio compartido, de Carmen G. de la Cueva). Es decir, la mayor parte de las poetas jóvenes siguen sin tener la más remota posibilidad de ver sus libros reseñados en la prensa nacional o llegar a tener acceso a editoriales de cierta envergadura, por no hablar de las que ya han dejado de ser “oficialmente jóvenes” o las que se niegan a instrumentalizar su imagen de acuerdo a fantasías patriarcales.
¿Entonces no todos los poetas jóvenes o nativos digitales entrarían en el mismo saco?
Dicha paradoja fue una de las razones por las que asumí un proyecto que complementa La lira de las masas: la antología Decir mi nombre. Muestra de poetas contemporáneas desde el entorno digital (Editorial Milenio, 2019), que intenta recoger las diversas voces de la poesía hecha por mujeres, desde el entorno electrónico y la eclosión de los feminismos, en la que los 16 nombres convocados no son los habituales (Cherie Soleil, Mónica Caldeiro, Silvia Nieva, Camino Román, Lola Nieto, Sara Torres, Gata Cattana, Yasmín C. Moreno, etc.) y en la que cada una de las autoras defiende su posición en cuestionarios individuales. Así, lo más importante es que cada una de las poetas tiene una propuesta de lenguaje independiente, personal, asumiendo y resolviendo retos expresivos e ideológicos (incluyendo, en ciertos casos, lo contracultural o lo performativo). Ninguna se reconoce o afilia con otra (fuera de la simpatía o la amistad). Ese logro, esa definida personalidad artística, si prefieres, es lo que me hizo elegir a las seleccionadas.
Según tu análisis, por un lado, estarían los poetas que tú llamas pop tardoadolescentes y, por otro, poetas nativos digitales que hacen otro tipo de poesía…
Todo mi trabajo en La lira de las masas pretende demostrar que hay muy buena poesía entre los nativos digitales, necesariamente fuera de las comunidades poéticas posicionadas en el mercado y que gozan del apoyo de la cultura corporativa. Ese camino, que pasa por voluntad de auto instituirse electrónicamente como una marca, no está abierto o es aceptado, como resulta evidente, por la totalidad de poetas jóvenes del idioma.
En mi opinión, para criticar poesía joven se debe ver fundamentalmente la consistencia de las propuestas, no sólo la repercusión mediática o sociológica de las mismas (es decir, ir más allá de su posicionamiento generacional, siempre auspiciado por el poder mediático). La excesiva atención sobre la obra del influencer poético o los productos editoriales de la poesía pop tardoadolescente (Defreds, Miguel Gane, Elvira Sastre, Loreto Sesma, Irene X, etc.) reduce el interés hacia la escritura de otros contemporáneos, hombres y mujeres como (por sólo citar a algunos, fuera de los que ya he mencionado): Diego Román Martínez, Carlos Loreiro, Guillermo Morales Sillas, Paula Díaz Altozano, Layla Martínez, Berta García Faet, Álvaro Guijarro, Pablo Fidalgo Lareo, Ter, Guillermo Molina Morales, Alberto Acerete, Ángelo Néstore, Ruth Llana, etc.
De no empezar a marcar esas diferencias de calidad formal y discursiva, se estaría dejando que el mercado sea el árbitro y mayor gestor de un futuro canon. Esto supone también un alto riesgo respecto a la relación con la poesía joven hispanoamericana contemporánea, a la que irresponsablemente se le insta a asumir estos productos editoriales, promoviéndolos incluso con dinero público, sea como representantes consagrados de la poesía española o como modelos de discurso o escritura.
¿Cómo han tomado todos estos poetas tu ensayo? Has generado cierta polémica. ¿Cómo han reaccionado ante el libro?
Creo que el ensayo ha conseguido establecer un debate entre poetas de distintas generaciones, pues los nativos digitales, durante años, han estado trabajando en el entorno electrónico como un mundo paralelo, del que los mayores atisbaban muy poco, por carecer de una óptima alfabetización digital. Eso les daba una ventaja concreta y la sensación de que, habiendo sido algunos aceptados plenamente por los medios y el mercado, habían expulsado de la actualidad y de las librerías a varias generaciones previas: es decir, a todos los autores mayores de 35 años (por carecer de identidad electrónica y no acceder a la popularidad interactiva). Estudiar los nuevos lenguajes transmediales y poner la producción poética que se desprende de ellos en una perspectiva histórica, discursiva y formal, les obliga a reformular sus propuestas. A crecer y a madurar, como a todos nos ha pasado.
Ahora, los que se han sentido cuestionados por este análisis (que intenta ser objetivo, definiendo categorías y contrastando datos), han reaccionado con la visceralidad propia de las redes (incluyendo insultos, difamaciones y emoticonos). Ciertos nativos digitales, autores jovencísimos que apenas pasan los 20 años, intentan plegarse a un espacio simbólico ya definido (como si las redes se hubiesen detenido en 2015), sin darse cuenta de que los nombres que necesita el sistema ya están definidos (y muchos serán víctimas de una obsolescencia programada). O algo aún más obvio: que las multinacionales de la edición prefieren prosa, no poesía.
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