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Al leer la noticia no pude hacer otra cosa que pensar que este acontecimiento ya había sucedido, en forma muy parecida si no es que idéntica, casi dos mil años antes. ¿A qué me refiero? ¿De cuál noticia hablo? Don José Moreno de Alba, filólogo inminente, autor de libros preciosos sobre la lengua castellana en nuestra patria y presidente de la Academia Mexicana de la Lengua, se le acaba de ocurrir afirmar que el spanglish no es ni será una nueva lengua, sino que viene a reforzar al español que se habla y escribe en México. A lo más le da el carácter de dialecto. Para nuestro querido académico, el spanglish no existe.
Y entonces recordé a los filósofos de la época de la decadencia del Imperio Romano, cuando los buenos ciudadanos y literatos que vivían en la península itálica, se quejaban amargamente de la forma escandalosa en que las tribus bárbaras, las que habían sido incorporadas al imperio por la fuerza, corrompían el latín y le añadían palabras de sus propios dialectos (el imperio siempre llama dialecto a las lenguas que compiten con la suya y que son un obstáculo a su objetivo de borrar, de arrasar las culturas autóctonas de los pueblos vencidos). Allá por el segundo, tercero y cuarto siglos después de nuestra era, estos gritos de angustia fueron cada vez más repetidos y, a la vez, cada vez importaron menos porque la sociedad del imperio romano terminó siendo mayoritariamente bárbara y minoritariamente romana pura.
Para cuando Atila recogió los despojos y tomó a la fuerza la capital del mayor imperio de la mundo antiguo, los hombres y mujeres que lo habitaban hablaban (con la excepción de los jurisconsultos, los monjes y la casta aristocrática) un latín “degradado”, o mejor dicho, distintos latines “deformados”, de tal forma que ya no eran la lengua oficial del imperio sino los cimientos de lo que más tarde serían el inglés, el francés, el alemán, el italiano y el español.
¿Cómo fue que los bárbaros triunfaron sobre los cultos ciudadanos romanos? Tal vez porque la lengua de uso es la lengua que pervive, el idioma que logra perdurar por una simple razón: su capacidad de adaptación a las necesidades de la comunidad donde se practica. En realidad, los idiomas son herramientas utilitarias colectivas. Y cuando digo herramienta me refiero a que una sociedad en su conjunto ve a su lenguaje como un arma defensiva tanto como un juego en el que todos participan: quitándole y agregándole palabras, inventando nuevos vocablos, transformando las órdenes del opresor en signos propios, en jerigonza que define quién es quién.
El lenguaje, entonces, es otra clase de campo de batalla entre amos y esclavos, entre nativos y extranjeros, entre los que entienden el sentido de lo que digo y los que se quedan sin saber lo que nosotros decimos de ellos en su cara.
Y ese proceso sigue y sigue: el español de los españoles no fue el español de los indígenas que tuvieron que aprenderlo para sobrevivir en la Nueva España, ni el español mexicano de este lado de la frontera es igual al spanglish que hablan los mexicoamericanos que viven y trabajan al otro lado. Cada una de estas clases de español es una rama distinta de un árbol por demás frondoso. Por eso siento un poco de ternura ante el exabrupto de nuestro académico don José. Como los viejos filósofos romanos quiere creer que hay una sola manera de hablar y escribir el latín deformado que llamamos español y no las numerosas formas de transfigurarlo en otras lenguas más adaptables a cada tribu sometida.
Decir que el spanglish no existe en nada hiere o agrede al spanglish ni a las personas que lo hablan y lo escriben y lo viven como parte de su botiquín de supervivencia cultural. Lo único que demuestra esta clase de pronunciamientos es que el spanglish ya llegó para quedarse, que ya no se le puede ningunear como hace apenas unas dos décadas todavía se acostumbraba hacer entre los intelectuales del interior del país, para quienes toda frase o expresión en spanglish era un acto de traición a la patria, una forma de darle la espalda al castellano. Ahora se intenta acaparar al spanglish, abrazarlo como un hermanito menor (véase el paternalista prejuicio de clase) bajo la protección del español a la mexicana (que casi siempre equivale al español defeño).
Intento inútil a todas luces. Porque el spanglish no necesitó permiso de nadie para hacerse y difundirse ni necesita ahora bendiciones de sus anteriores detractores. El spanglish es una ruta más hacia el futuro de dos lenguas nacidas desde el latín: el español y el inglés. Una herramienta práctica, excelente para nuestro tiempo de globalizaciones y fronteras cerradas, de internet y ghettos en auge. Así que don José Moreno de Alba: deje al fantasma del spanglish en paz. No seremos nosotros los que dictaminaremos su destino ni sus cambios a futuro. Eso lo deciden, como siempre ha sido, la gente que lo utilice y lo practique, la comunidad que lo entienda y lo talka.
Por eso la conciencia del lenguaje es imprescindible: saber por qué decimos lo que decimos y por qué lo decimos de una forma distinta a los demás. Eres lo que escribes no es un imperativo categórico: es una descripción de nosotros mismos en un mapa siempre cambiante, en evolución constante. Un mapa que se hace al andar por su geografía de palabras, de signos, de puentes que nos comuniquen, de ideas que podamos entre todos hacer nuestras. No es una orden sino una petición de principios: tratemos de entendernos con la lengua que somos entre todos y tratemos de aceptar que cada dialecto es una posibilidad de futuro, un atajo hacia otras comarcas por descubrir, por explorar, por vivir.
Y entonces recordé a los filósofos de la época de la decadencia del Imperio Romano, cuando los buenos ciudadanos y literatos que vivían en la península itálica, se quejaban amargamente de la forma escandalosa en que las tribus bárbaras, las que habían sido incorporadas al imperio por la fuerza, corrompían el latín y le añadían palabras de sus propios dialectos (el imperio siempre llama dialecto a las lenguas que compiten con la suya y que son un obstáculo a su objetivo de borrar, de arrasar las culturas autóctonas de los pueblos vencidos). Allá por el segundo, tercero y cuarto siglos después de nuestra era, estos gritos de angustia fueron cada vez más repetidos y, a la vez, cada vez importaron menos porque la sociedad del imperio romano terminó siendo mayoritariamente bárbara y minoritariamente romana pura.
Para cuando Atila recogió los despojos y tomó a la fuerza la capital del mayor imperio de la mundo antiguo, los hombres y mujeres que lo habitaban hablaban (con la excepción de los jurisconsultos, los monjes y la casta aristocrática) un latín “degradado”, o mejor dicho, distintos latines “deformados”, de tal forma que ya no eran la lengua oficial del imperio sino los cimientos de lo que más tarde serían el inglés, el francés, el alemán, el italiano y el español.
¿Cómo fue que los bárbaros triunfaron sobre los cultos ciudadanos romanos? Tal vez porque la lengua de uso es la lengua que pervive, el idioma que logra perdurar por una simple razón: su capacidad de adaptación a las necesidades de la comunidad donde se practica. En realidad, los idiomas son herramientas utilitarias colectivas. Y cuando digo herramienta me refiero a que una sociedad en su conjunto ve a su lenguaje como un arma defensiva tanto como un juego en el que todos participan: quitándole y agregándole palabras, inventando nuevos vocablos, transformando las órdenes del opresor en signos propios, en jerigonza que define quién es quién.
El lenguaje, entonces, es otra clase de campo de batalla entre amos y esclavos, entre nativos y extranjeros, entre los que entienden el sentido de lo que digo y los que se quedan sin saber lo que nosotros decimos de ellos en su cara.
Y ese proceso sigue y sigue: el español de los españoles no fue el español de los indígenas que tuvieron que aprenderlo para sobrevivir en la Nueva España, ni el español mexicano de este lado de la frontera es igual al spanglish que hablan los mexicoamericanos que viven y trabajan al otro lado. Cada una de estas clases de español es una rama distinta de un árbol por demás frondoso. Por eso siento un poco de ternura ante el exabrupto de nuestro académico don José. Como los viejos filósofos romanos quiere creer que hay una sola manera de hablar y escribir el latín deformado que llamamos español y no las numerosas formas de transfigurarlo en otras lenguas más adaptables a cada tribu sometida.
Decir que el spanglish no existe en nada hiere o agrede al spanglish ni a las personas que lo hablan y lo escriben y lo viven como parte de su botiquín de supervivencia cultural. Lo único que demuestra esta clase de pronunciamientos es que el spanglish ya llegó para quedarse, que ya no se le puede ningunear como hace apenas unas dos décadas todavía se acostumbraba hacer entre los intelectuales del interior del país, para quienes toda frase o expresión en spanglish era un acto de traición a la patria, una forma de darle la espalda al castellano. Ahora se intenta acaparar al spanglish, abrazarlo como un hermanito menor (véase el paternalista prejuicio de clase) bajo la protección del español a la mexicana (que casi siempre equivale al español defeño).
Intento inútil a todas luces. Porque el spanglish no necesitó permiso de nadie para hacerse y difundirse ni necesita ahora bendiciones de sus anteriores detractores. El spanglish es una ruta más hacia el futuro de dos lenguas nacidas desde el latín: el español y el inglés. Una herramienta práctica, excelente para nuestro tiempo de globalizaciones y fronteras cerradas, de internet y ghettos en auge. Así que don José Moreno de Alba: deje al fantasma del spanglish en paz. No seremos nosotros los que dictaminaremos su destino ni sus cambios a futuro. Eso lo deciden, como siempre ha sido, la gente que lo utilice y lo practique, la comunidad que lo entienda y lo talka.
Por eso la conciencia del lenguaje es imprescindible: saber por qué decimos lo que decimos y por qué lo decimos de una forma distinta a los demás. Eres lo que escribes no es un imperativo categórico: es una descripción de nosotros mismos en un mapa siempre cambiante, en evolución constante. Un mapa que se hace al andar por su geografía de palabras, de signos, de puentes que nos comuniquen, de ideas que podamos entre todos hacer nuestras. No es una orden sino una petición de principios: tratemos de entendernos con la lengua que somos entre todos y tratemos de aceptar que cada dialecto es una posibilidad de futuro, un atajo hacia otras comarcas por descubrir, por explorar, por vivir.
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