Este 27 de junio se cumplieron cien años del nacimiento del más grande escritor brasileño, autor de Grande Sertão: veredas.
Modesto e inclinado a la introspección, João Guimarães Rosa nada publicó en libro hasta la aparición de
Sagarana (1946), cuentos que habían aparecido en la revista
O Cruzeiro,
desde 1929, sin causar repercusión alguna. Y aun cuando se inició como
poeta y ganó un premio, decidió abandonar el metro y la rima, porque,
según confesó a Günter Lorenz en 1965:
Descubrí que la poesía profesional puede ser la muerte de la
poesía verdadera. Por eso volví hacia la saga, la leyenda, el cuento
sencillo, pues estos son asuntos que escriben la vida y no la ley de las
reglas llamadas poéticas.
Saragana incluye
Hora e vez de Augusto Matraga, anuncio del vasto asunto de su gran novela: la conversación-redención de un
jagunço
arrepentido y vencido, que ilustra la parábola de la vida como el
intento de cruzar a nado un río, y al llegar a la otra orilla, luego de
incontables esfuerzos, nos damos cuenta de que la corriente nos ha
arrojado lejos del lugar donde queríamos llegar.
La oralidad que ya aparece en estas sus historias es una fusión
personalísima de artificios y espontaneidad, sometiendo la lengua,
atomizándola mediante la invención de onomatopeyas, libres
permutaciones de prefijos verbales, atribución de novedosos regímenes,
inversión de las categorías gramaticales y multiplicación de desinencias
afectivas, donde las palabras resucitan como lázaros y las que viven
son sometidas a permutaciones, otras son paridas para,
in totum, sugerir la existencia de nociones, sensaciones y fenómenos que hasta entonces no percibíamos.
João Guimarães Rosa nació en Cordisburgo, un pueblecito perdido en
el centro de Minas Gerais, el 27 de junio de 1908, el primero de los
seis hijos de Francisca
(Chiquitinha) Guimarães Rosa y
Florduardo Pinto Rosa, un comerciante de aves, juez de paz, cazador de
pumas, peluquero y contador de historias, que llevaba al chico consigo
hasta los mismos antros donde los gauchos y los vaqueros recordaban sus
vidas, mientras comían recostados a las sillas de montar o descansaban
entre el pienso de las bestias.
Miope desde niño, pero voraz lector, con sus gruesos lentes
aprendió por sí mismo francés, holandés y alemán, brillantez
lingüística que nunca abandonó, llegando a hablar, aparte de aquellas y
la propia, español, italiano, esperanto, algo de ruso, leyendo en
sueco, latín, griego, húngaro, árabe, sánscrito, lituano, polaco, tupi,
hebreo, japonés, checo, finés, danés y algunas variantes del chino.
Luego, durante la pubertad, entró en fascinación con el mundo de
los insectos y la vida natural, haciéndose coleccionista de mariposas,
aves y serpientes vivas y muertas, lo que quizás le empujó a
matricularse en la Facultad de Medicina de Minas Gerais, donde se
recibió, ejerciendo de inmediato la profesión en otro pueblecito,
Itaguara, donde, acompañado por su mujer y sus dos hijitas atendía una
clientela variopinta de marginados, gobernantes, moribundos y
terratenientes, cuyas historias conocería de sus propias bocas y almas
cuando recorría las llanuras desérticas del sertón, hasta las fronteras
con Mato Grosso, Bahía y el Amazonas.
A los 29 años fue nombrado cónsul en Hamburgo en el mismo momento
en que estallaba la Segunda Guerra Mundial. En el Museo del Holocausto
de Jerusalén hay un grueso volumen que recoge cientos de declaraciones
de los perseguidos del nazismo que afirman deber su vida al escritor.
Al romperse las relaciones diplomáticas entre Brasil y Alemania,
fue puesto, durante cuatro meses, en prisión, junto a otros
funcionarios, en Baden-Baden, de donde saldría con destino a Bogotá,
permaneciendo allí hasta 1944, ciudad a la que regresaría durante los
terribles días de la IX Conferencia Inter Americana de 1948, cuando
luego del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán la ciudad fue destruida por
las llamas y la insurrección. Durante la estadía en la fría capital
colombiana, situada a 2.640 metros sobre el nivel del mar, Guimarães
Rosa escribió
Páramo, una historia de la muerte parcial del
protagonista, causada por la soledad, la saudade de los suyos, el frío,
la humedad y la asfixia que produce el soroche bogotano.
Aun cuando desde 1963 había sido elegido miembro de la Real
Academia de Letras de Brasil, sólo aceptó ingresar a ella en 1967,
justo tres días antes de su muerte, acaecida en su departamento de
Copacabana el 19 de noviembre. Tenía 59 años.
1956 fue el año de la publicación de sus más grandes libros:
Cuerpo de baile, un volumen de más de 800 páginas de extensos poemas narrativos y su insuperada novela
Gran Sertón: Veredas.
Para preparar esta inmensa suma de
estorias, Guimarães recorrió a caballo la escuálida Minas Gerais, hablando con
vaqueiros,
etnólogos, indagando sobre antropología, consultando archivos, haciendo
anotaciones de tratados de entomología, geología, mitos, lengua,
colores y textura de la tierra, a la manera como Da Cunha había obrado
para redactar
Os Sertões, arquetipo de su obra.
Grande Sertão-Veredas es un monólogo-diálogo de
Riobaldo, un ex bandido, convertido en honorable estanciero, que
recuerda con nostalgia episodios de su rica vida aventurera y amorosa.
La historia de la lucha entre dos bandos de
jagunços
termina por enaltecer un mundo violento, recorrido por políticos y un
ejército implacable y venal, ahíto de traiciones, terrores religiosos,
miseria y explotación. A través de esta memoria a saltos trasmite la
crueldad del paisaje y sus violencias, que para la imaginación de los
viejos seguidores de Antônio Conselheiro —cuya alquimia de cultos
cristianos, ritos africanos e indígenas dio origen a las macumbas y el
candomble—, era apenas una grotesca cruzada de dudosos caballeros
andantes. La destreza narrativa de Guimarães Rosa permite que la
historia se deslice de la realidad a la fantasía, y de ésta al mito,
como en muchos de sus cuentos, con un expresionismo e invención
mitológica de primer orden.
El asunto de la novela es la posesión diabólica. Riobaldo está
convencido de haber hecho un pacto que le llevó a una vida de
perversidad y crímenes, con un
daimon que aparece en todas
partes: es voz en el desierto, susurro en la conciencia, súbita mirada
tentadora, irresistible maldad. Para conjurar el efecto del Patas
aparece Diadorim, muchacha disfrazada de hombre, cuya identidad sólo es
revelada después de su partida de este mundo. Riobaldo cuenta sus
esfuerzos por vengar la muerte, y entender, la relación con su
extraordinario amigo y constante compañero, joven de inusual hermosura y
pureza hacia quien siente una atracción sexual que le atormenta.
Siendo un cuento contemporáneo de la lucha entre el bien y el mal, el
ángel y el diablo son difíciles de identificar para un hombre fatigado
con las vacilaciones, las dudas y la angustia. Como centro de la
relación se encuentra la aventura de esa alma, que dividida entre el
amor y el odio, la amistad y la enemistad, la superstición y la fe,
pero inspirada por el honor, el amor ultramundano y la más transparente
amistad, lucha —como un caballero medieval— contra la traición, la
tentación de la carne y los oscuros poderes de las tinieblas.
Riobaldo sabe que la vida no es inteligible. Descifrando las cosas
que le parece importa salvar del olvido, hace su confesión para sí
mismo —frente al rostro taciturno del lector—, movido por el anhelo de
reafirmar la unidad de su yo; tratando de que su papel en los
misteriosos caminos de la existencia tenga algo de positivo. Sabe que
cada hombre tiene un lugar en el mundo y en el tiempo que le ha sido
concedido; que su tarea, una vez cumplida, debe servir a la verdad de
los hombres. Así, sus averiguaciones sobre la existencia del diablo y
la naturaleza de sus poderes no sólo nos van preparando, en las
incesantes alusiones, para recibir un espantoso misterio, sino que
desean, al vincularlo a una realidad concreta, aislarlo —mediante el
Amor—, para que no vuelva a contaminar el mundo. Cuando al fin llega la
revelación, así haya sido presentida, nos trastorna. Riobaldo,
queriendo someter a Hermógenes, asesino del padre de Diadorim, pacta con
el Maligno y puede hacerse jefe de su bandería. La ayuda del demonio
le hace pensar en cómo tendrá que pagarla. Pero Diadorim muere en el
mismo momento en que mata a Hermógenes, el Mal.
Entendemos entonces las especulaciones metafísicas del viejo ex
bandido: si rehace en la soledad de su edad todas las suposiciones de
los teólogos, todas las teorías de la demonología —llegando hasta creer
que Satán es parte del ánima—, es por un asunto personal, íntimo,
revivido de manera tan verosímil que quedamos convencidos de la
posibilidad de la experiencia. Riobaldo sabe y nosotros le creemos, que
los acontecimientos inesperados y favorables que ha vivido hacen parte
del pacto: llega a sentirse omnipotente, señor del mundo, y entonces
surge la duda, da pasos en falso, no sabe qué hacer y siente una
terrible insatisfacción. Su poder, como sucede a menudo, llega en el
momento en que ya de nada sirve, cuando los obstáculos para llevar a
cabo su pasión por Diadorim desaparecen. Riobaldo, poeta, al hacer el
inventario de su vida ha hecho una travesía por todas las contingencias
del ser: el amor, la alegría, la ambición, la insatisfacción, la
soledad, el dolor, el miedo y la muerte. Ha referido hechos y cosas
como si hubiesen acabado de suceder, sin mancharlas con la razón,
descubriendo los abisales sentimientos del alma, los ocultos mecanismos
de la alienación. Al final, cuando el protagonista ha logrado vomitar
el fardo de la vida, cuando ha quedado vacío, sentimos también el
efecto de la catarsis.
Otra lectura que debe hacerse de
Grande Sertão: Veredas
es la de su cuerpo de poesía, su lenguaje. Por estar cargado de un
hondo sentido moral y místico, es principio de todas las cosas: las
palabras significan y vuelven a ser, las sílabas tienen el color y la
resonancia subconsciente de su forma, la magia rige sus significados.
El eterno poema escrupuloso penetra en los modismos y peculiaridades
expresivas de las gentes del sertón, el mundo creado por Guimarães Rosa
a partir de
su lengua: el portugués de Brasil transformado por
su conocimiento de otros idiomas, libre de la tiranía de las
gramáticas y los diccionarios, inventados, según afirmó, por los
enemigos de la poesía. Guimarães Rosa recurre a células rítmicas,
aliteraciones, rimas internas, osadías morfológicas, elipsis, cortes y
dislocaciones de la sintaxis, voces arcaicas y neologías, metáforas,
anáforas, metonimias, fusión de estilos y coro de voces para levantar
un habla densa y profundamente personal por lo enigmática. Cada frase
es un verso que hace de la totalizante estructura otro signo de la
historia que cuenta. La distribución de los acentos en las frases, el
ritmo de cada párrafo, indican los diversos estados de Riobaldo mejor
que los sucesos mismos.
Por la magnitud de su empresa, por el nivel de creación verbal y mítica en que se sitúa
Grande Sertão: Veredas,
por la sabiduría de su enfoque humanístico y la ironía sazonada de su
visión narrativa, esta obra de Guimarães Rosa —dijo en 1965 Emir
Rodríguez Monegal— es una, si no la más grande, de las creaciones de la
literatura latinoamericana. Es, también, una síntesis magistral de las
esencias de esa enorme, desmesurada, escindida tierra de Dios y el
Diablo que es su patria.
Su obra ha sido parcialmente difundida en español así:
Gran sertón: veredas, traducción de Ángel Crespo, Barcelona, 1967;
La oportunidad de Augusto Matraga, traducción de Juan Carlos Ghiano y Néstor Krayy, Buenos Aires, 1970;
Manolón y Miguelín, traducción de Pilar Gómez, Madrid, 1981;
Urubuquaquá; Noches del sertón, versión de Estela dos Santos, Barcelona, 1982;
Primeras historias, traducción de Virginia Fagnani Wey, prólogo de Emir Rodríguez Monegal, Barcelona, 1969.