sábado, 8 de febrero de 2020

Entrevista a Antonio Gamoneda – El Cuaderno

Entrevista a Antonio Gamoneda – El Cuaderno



Antonio Gamoneda: «Ahora se da en mí una más intensa conciencia del dolor ajeno, de la justicia y de la injusticia»

/una entrevista de César Iglesias/
¿Antonio Gamoneda el memorioso? Dudo que el poeta asturleonés sea de la estirpe de Ireneo Funes, el personaje del relato de Jorge Luis Borges. No sufre Gamoneda de hipermnesia, esa patología de exceso de recuerdos. Su actitud responde al «deber de memoria», concepto que el turinés Primo Levi, víctima y fedatario de la barbarie de todos los Auschwitz, nos legó como herramienta para construir un tiempo más justo. A esa tarea ha dedicado su vida y su escritura Gamoneda (Oviedo, 1931). El pasado mes de noviembre nos ofreció la edición ampliada y revisada de Esta luz (Galaxia Gutenberg, 2019), su obra poética completa al cuidado del poeta, ensayista y traductor gijonés Jordi Doce y con nuevo epílogo del también profesor, poeta y ensayista Miguel Casado. Ahora, el Premio Cervantes de 2006 nos entrega La pobreza (Galaxia Gutenberg, 2020), segundo tomo y «ultimo, probablemente», de sus memorias.
Un armario lleno de sombra (2009, que ahora se reedita en la misma Galaxia Gutemberg) fue el  relato biográfico de Gamoneda, desde su nacimiento en una casa del Oviedo burgués de la recién estrenada República hasta los catorce años, cuando era un adolescente proletario que madrugaba para apilar la hulla de las estufas de una oficina bancaria, en aquel León frío y criminal de la posguerra. No es lo mismo La pobreza. El primer borrador acabó en la chimenea. No quería caer en el ajuste de cuentas. En el que ha salido de imprenta hay reflexiones sobre la escritura y continuidad temporal, pero el pasado lejano y el más reciente se inmiscuyen en una prosa intensa y reflexiva, donde no sólo rememora el mal, la pena, el fracaso, la frustración de un ser humano en un país y en un tiempo dominados por la crueldad. Gamoneda asume su obligación con el deber de memoria tal como lo define el filósofo Reyes Mate: «entender que nuestra construcción racional y moral del mundo tiene (que) fundarse en el sufrimiento de las víctimas».
Esta conversación tuvo lugar una tarde invernal en su casa próxima a la catedral de León, con Gamoneda salpicado de picadura de tabaco, un par de cafés negros y alguna gota del orujo recio que le gusta al poeta. Camino de los 89 años (los cumplirá el 30 de mayo), la lucidez de este hombre se hace más necesaria que nunca, porque su escritura atesora consuelo, liberación y rebeldía para ayudarnos a seguir adelante.
Fotografía de Mar Astiárraga
Empezamos con su poesía. Esta luz son ya dos tomos. ¿Tanto se dejó en el cajón y tanto escribió desde la aparición hace 15 años de su poesía completa?
La primera edición de Esta luz es de 2004 y en estos quince años se ha ido acumulando textos, libros… Y tengo cierta desconfianza de la cantidad. A ello se suma una circunstancia: la exclusión entonces de El libro de los venenos que ahora he entendido necesario incorporar. El resto ha ido creciendo en estos tres lustros y se ha ido acumulando demasiada escritura, excesiva.
¿Cuándo determina que hay un exceso de escritura?
Cuando empiezas a reiterarte y estás dando vueltas a lo mismo. Eso es significativo de que ese mismo asunto —en el caso muy dudoso de que en la poesía haya asuntos— no lo entiendes como un negocio resuelto. Y entonces vuelves a él y vienen las réplicas y la reiteración. He intentado depurarlo, pero el fracaso dicta sus normas.
Hay, en su caso, una incansable reescritura. Lo ha vuelto a hacer con esta nueva edición de su obra poética completa. Ese tejer y destejer, parece ser el momento real de la creación.
No niego que haya autores que tengan el poema en la primera escritura, tampoco niego que yo mismo encuentre esa almendra íntima, el chispazo del texto, en la primera escritura. Ahora bien: la construcción (la arquitectónica) del poema es un acto de reescritura, incluso en poetas geniales. Mira a César Vallejo, y a tantos otros, su constante tachar. Los demás, hacemos lo que podemos.
La voluntad de estilo no parece una obligación, tal vez porque su voz propia quedó fijada en Descripción de la mentira, que inaugura en 1977 un decir desconocido en la poesía hispánica.
No sé qué es el estilo y no ha sido uno de mis afanes. Estoy en otra cosa, en la voluntad de construcción. La poesía es un hecho que no se produce en el espacio, pero sí en el tiempo, con una conducta muy semejante a la de la danza o a la escultura. Curiosamente, hay una especie de voluntad de construcción, de advertir que aquello se sostiene. La reescritura responde a esa voluntad, consciente o no, de levantar una arquitectura poética.
¿La escritura de la verdad moral es la tarea del poema?
No sé qué es la verdad. La verdad física es un accidente menor y descriptivo. Está lloviendo, cierto, pero ahí se acaba. ¿Qué es una verdad? No lo pregunto de una manera angustiosa, pero es un interrogante para mí incontestable. La escritura poética es consolación y liberación, también rebeldía, como ha dicho José Luis Pardo, una de nuestras principales cabezas filosóficas. De una manera más sintética, el poeta y pintor berciano Juan Carlos Mestre afirma que la poesía «una forma de resistencia al mal». Amén.
Miguel Casado en el epílogo, tan clarificadoramente titulado El tiempo lee poemas, señala que en la última parte de Arden las pérdidas, su libro de 2003, estaba el «auténtico embrión» de lo que ha escrito en los últimos quince años.
Esa es una expresión de Miguel Casado que creo relacionada más bien con Descripción de la mentira, un libro de 1977, que en aquel momento no tuvo mucho eco, porque quizá despistaba un poco a la gente. El tiempo ha ayudado a la comprensión y clarificación de aquel libro en principio desconcertante. Se ha dicho, y es posible que yo mismo lo haya suscrito, que en Descripción de la mentira está el origen de mi escritura posterior, pero esa perspectiva la he perdido. Otra cosa distinta es lo acontecido en estos tres lustros, en los que, con la vejez y el cansancio, mi escritura ha ido avanzando hacia la noción de la inexistencia.
Ha escrito: «Es la vejez. […] Van / a cesar todas las preguntas». ¿Ya no tiene interrogantes?
Es imposible agotar los interrogantes, pero aquellos que hace quince o veinte años eran más acuciantes es posible que ya no lo sean, tal vez porque he asumido las interrogaciones. Con poca o mucha claridad, pero las he asumido. Aquellas preguntas ya no tienen el valor de búsqueda.
¿Tal vez por la cercanía de la muerte, el retorno a la inexistencia, como dice?
La perspectiva de la muerte siempre estuvo en mi poesía. Ahora también: no llega a ser una aceptación, sí una impostación serena ante la muerte. No es un pensamiento cuya compañía se haya acrecentado en mis últimos años. La perspectiva de la muerte creció conmigo, desde que era un chiquillo. De una manera especial dado que ya tenía el uso de razón suficiente para advertir la gravedad de la represión terrible de la guerra civil, que terminó por construir, o tal vez destruir, mi niñez y más que mi niñez. Me dejó una marca que es la que explica mi vocación de permanecer en la perspectiva de la muerte. Se me ha reprochado. Pero es así.

«La costumbre de la muerte, de tenerla presente intelectual y sentimentalmente, ha sido un factor determinante»

 ¿Puede alguien acostumbrarse a la muerte? ¿La teme?
La costumbre de la muerte, de tenerla presente intelectual y sentimentalmente, ha sido un factor determinante. Mi madre, sin ninguna mala intención, todo lo contrario, me hacía sensible a la ausencia paterna. No se privaba de echar de menos a mi padre y esto era una forma de comunicación entre ella y yo. Si reúnes el componente de la represión tenaz en mi entorno vital, la mortandad genocida del franquismo, con las noticias que me daba mi madre sobre mi orfandad se hace más fuerte la determinación de frecuentar intelectualmente la muerte.
¿Su escritura busca alumbrar ese periodo que fija entre dos inexistencias?
Es algo ininteligible. Ese paréntesis parece —aviso: sólo lo parece— que es una existencia y mi escritura surge en este desconcertante tramo que en el lenguaje convencional denominamos vida. A corto plazo —ya tengo 88 años— voy a regresar a ese no ser ni saber previo a lo que llamamos nacimiento. Esa es la puñetería: sabemos que, en este instante preciso, estamos hablando y viviendo, pero también sabemos que va a terminar. Los animalinos no padecen esto, se sienten morir también, pero no lo saben de una manera previa. La tragedia es que la especie humana es la única que, en términos de racionalidad, está enterada de que hay un final.
Antonio Gamoneda, de joven. Fotografía de Pepe Núñez.
Sé que le «sacaron a Dios por los ojos», pero muchos seres humanos aguardan otra existencia.
Hablo en términos de racionalidad, no en el de las creencias espirituales o emocionales, las respeto, pero no son las mías. Dios, desde esa perspectiva, es sólo una máscara antigua y el hombre no tiene otro interlocutor que la desnudez y el desamparo de este tramo entre las dos inexistencias.
Blues castellanoCanción erróneaUn cancionero asturiano para el siglo XXI… son algunos títulos de sus libros donde reside lo musical. ¿Es la suya la canción del desesperado?
No creo especialmente que sea un pesimista. Lo que me distingue de un muchacho feliz es el detenimiento de extrañarme ante esto que convenimos en llamar vida y contemplar la muerte como el fin de un error o, tal vez, de un error acumulado, que transforma la existencia en nada. Me preguntas por la música en la escritura ¿Cómo no va a estar la música en la poesía? La propia música es poesía. Algunos tienden a pensar que el verso libre es poner una línea detrás de otra, pero están equivocados. Pasa mucho entre los jóvenes que se acercan a grandes poetas de otras lenguas mal traducidos, a los que se despoja de esa rítmica esencial para que la palabra poética tenga el valor sensible e inteligible debido. La escritura poética, aunque carezca de componentes melódicos, posee valores rítmicos y estos son medularmente musicales.
Blues castellano surge de un acercamiento a la música negra.
No entendía lo que cantaban aquellos bluesmen, pero colocaba mi sensibilidad (mi oído y mi lengua) en su rítmica y así descubrí la estructura del blues, algo alejado de mi tradición. Los músicos afroamericanos no eran especialistas en filología, pero tenían datos lingüísticos de sus ancestros y una realidad que nombrar. En ese caldo de cultivo, las palabras nacen como quieren, pero con una rítmica singular y significativa por sí misma.
El libro Las venas comunales y tres poemas recientes son los inéditos incorporados a Esta luz, donde persiste su voz más social.
Nuestra existencia exige relacionar nuestra subjetividad con otras subjetividades. Luego hay datos culturales que son la manera de convivir y de relacionarse. Pero la empatía es muy rara. Y ahí surge el conflicto social. Juan Carlos Mestre dice una cosa espléndida: «Cada uno de nosotros es responsable de la felicidad o de la infelicidad de todos los demás». Y así es: el otro es nuestra carga y nuestra responsabilidad en los términos de una conciencia social.
Aprecio en estos últimos textos un Gamoneda muy militante.
Con la vejez no tiene por qué decaer la toma de conciencia relativa a los que son iguales a mí; conciencia del prójimo, en términos de cristiandad. Me atrevería a decir que ahora se da una más intensa conciencia del dolor ajeno, de la justicia y de la injusticia. Esa es una actitud sociopolítica, aunque no suponga una filiación política.

«Sé que no será lo mismo, hay otras formas más sofisticadas de criminalidad para perpetuar el dominio, pero los temores perviven. Insisto: hoy sigue siendo ayer y tengo miedo».

Dice en Las venas comunales: «Hablo de ayer pero hoy / aún es ayer. Tengo miedo […]».  ¿Perviven los viejos temores?
Aunque no sería muy razonable que aparezcan de nuevo, los temores desatados en mí por la represión y la mortandad de la guerra y la posguerra me golpean. Me atormenta pensar que vuelvan los asesinos, las palizas, la tortura, los gritos de las mujeres en la madrugada, las cuerdas de presos, los paseos… Es mi miedo, porque he sido testigo y, de alguna manera, víctima de aquella barbarie. Sé que no será lo mismo, hay otras formas más sofisticadas de criminalidad para perpetuar el dominio, pero los temores perviven. Insisto: hoy sigue siendo ayer y tengo miedo.
Ahí está el neofascismo de Vox, con sus 52 diputados y gobernando desde las catacumbas varias regiones y municipios, o el supremacismo de cierto independentismo catalán.
El enmascaramiento encubre actitudes procedentes de la maldad ideológica. Pero no nos engañemos: la llamada Transición se hizo como se hizo y las larvas del franquismo han reaparecido 44 años después de la muerte del dictador de una forma u otra. Los nuevos ropajes políticos de la codicia y la crueldad de siempre, y esa camuflada persistencia social de los fascismos, han aprovechado los errores de nuestra cojitranca democracia y han brotado con la soberbia de quienes se sienten genéticamente vencedores y superiores. Herederos, también.
¿Decir lo indecible es su forma de rebelión? ¿Es la función de la poesía, si es que la tiene?
La tensión de decir lo indecible está en todos los poetas, cada uno en su grado, pero en todos. Incluso puede que esté en aquellos poetas que por un exceso de voluntad realista, pese a que algunos dicen escribir de lo que «está claro». Lo indecible como forma de liberación, como una insurgencia, es lo que defiende el filósofo José Luis Pardo cuando afirma que cuando la palabra poética surge verídicamente de una conciencia se produce una inteligibilidad que no es la del lenguaje convencional. Se trata de un lenguaje distinto y como tal se opone al usual, que es propio del lenguaje del poder, aquel encargado de decir lo decible. Pardo opone la aparente ininteligibilidad de la poesía al lenguaje del poder y entiende que es una forma de rebeldía. Es decir, la rebeldía poética no reside en la temática de lo justo o lo injusto, reside en la propia naturaleza del lenguaje que se opone a la naturaleza del que es lenguaje establecido por el poder. Los lenguajes no establecidos son rebeldes por naturaleza.
Poesía que se entienda. ¿Quién decide lo que es inteligible? Ha escrito: «Sólo permanece lo ininteligible».
La inteligibilidad de la poesía es de tal naturaleza que no hay un libro solo, sino tantos libros como lectores. Si traslado la noción de una tormenta, no es la misma tormenta la que he imaginado yo, que resido en una esquina del Noroeste ibérico, a la que puede imaginar un lector que viva en la Patagonia o en la selva amazónica. Todas las lecturas son las que proporcionan una realidad unitaria al poema, distintas de otras realidades unitarias. La inteligibilidad poética está profundamente tocada, más que en ninguna otra forma de manifestación, por una polisemia profunda. Dentro de eso se puede hacer una distinción de dos actitudes: el lector que apuesta por la inteligibilidad idéntica o cercana al lenguaje usual o el que crea una interacción a partir de los componentes lingüístico-poéticos que le proporciona el autor. ¿Cómo es posible que me acerque a un texto de Homero o de la Biblia con los códigos lingüísticos convencionales de mi tiempo? Es imposible. Pues igual con las escrituras contemporáneas.
La insurgencia es una de las funciones de la poesía ¿Hay otras?
Tiene, al menos, otras dos. La primera: el poema supone liberación para el poeta y, en ocasiones, hasta para el lector. Tiene la misma mecánica psíquica que la confesión de los católicos. Hablas de tu culpa, la pones ahí fuera y sales limpio, liberado. Y la segunda: la poesía es una forma de generar placer, incluso cuando hablas de sufrimiento. Acudo a Las coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, un texto desolador: cuando lo leemos nos proporciona placer, sin renunciar a ser conciencia de sufrimiento y de desaparición.
Su libro Descripción de la mentira es la crónica de un tiempo, el de la Transición, cuando hubo un pacto de «la tortura […] con las palabras». ¿Advertía los males que hoy padecemos?
De alguna manera, sí. Enseguida tuvimos conciencia de que estábamos en una falsa transición, nos iba a venir la democracia y esa iba a ser la capa que ocultaba las mismas injusticias; no los fusilamientos, el garrote vil o las torturas, pero sí la injusticia económica, la pobreza, el desamparo, la gente sin trabajo, las personas sin techo… Todo eso está legitimado por la democracia en España y también fuera de España. Esa conciencia de falsedad, de mentira, de saber que la democracia era una apariencia, una ficción, es también una advertencia para los que de alguna manera aspirábamos a una transformación o a una transición real. Ha sido, tristemente, una transformación apariencial.
Dedicó el discurso de recogida del Premio Cervantes, en 2006, a la pobreza. Lo hizo cuando vivíamos embobados en un falso paraíso sin pobres ni explotados, todos éramos clase media.
He conocido siempre el maquillamiento de la realidad y sé lo difícil que es atravesar esa máscara. Pero esa es nuestra tarea. Cervantes escribió su obra viviendo en la pobreza e hizo una traslación al papel de su condición vital y social. Los grandes libros de Cervantes surgen todos de su cercanía, más bien de su pertenencia, a las clases los oprimidos, sea cual sea su condición moral. Existe y persiste una escritura leal a la conciencia de estar en la pobreza. La relación con la pobreza, con la ajena y con la mía, también está en mi poesía. En resumen: vivir en la pobreza es distinto a ser solidario con quienes la padecen y genera obras literarias distintas, en principio.

«No me he cegado ante la pobreza que padecen mis semejantes, ni ante las nuevas formas de explotación y de agravamiento de la desigualdad social y económica»

Su escritura nunca olvidó la miseria.
Porque no sólo se trata de actuar desde la pobreza, sino actuar en la pobreza. Parto de ella, porque ese es mi territorio. Debo decir que ahora es más soportable que hace sesenta años. Pero la soportabilidad actual no me ha cegado ante la que padecen mis semejantes, ni ante las nuevas formas de explotación y de agravamiento de la desigualdad social y económica.
Para actuar son necesarios objetivos, utopías. ¿Queda alguna?
Si hay alguna utopía que nos rearme será la de hacer frente a la dictadura del consumo. El consumismo es una artimaña tóxica mediante la cual el poder económico se asegura el retorno de la mayor parte de la retribución del trabajo. Cuando te suben el salario 100 euros mensuales, el poder económico ya cuenta con el regreso de esa cantidad multiplicada por cinco. Su habilidad es crearnos eternas dependencias de consumo para asegurarse el reembolso con réditos depredadores. Debemos restablecer la conciencia de la pobreza, que es nuestra realidad, para ser pacíficamente revolucionarios, pero eficazmente revolucionarios.
La pobreza es, precisamente el título del segundo tomo de sus memorias, que ve ahora la luz.
Y del último, probablemente. El libro es un ir para aquí y para allá en el tiempo, en mi memoria, desde que cumplí catorce años y me convertí en un adolescente proletario. En el primero, Un armario lleno de sombra, están recuerdos de mis días hasta los catorce años, en el Oviedo en el que nací y en el León al que me fui con mi madre, viuda y asmática. Aquí hay fragmentos de vivencias discontinuas que cobran en ocasiones la forma de notas de diario, en otras de relatos de encuentros con personas o, incluso, de crónicas de viajes. Es que setenta y cuatro años dan mucho para contar. También hay reflexiones sobre la escritura y algún texto recuperado que indaga en estas obsesiones sobre la pobreza, mi madre, mi mujer, mis hijas, mi nieta, mis amigos desaparecidos y, como no, sobre la poesía. Es decir, la vida que me ha tocado.
«La vergüenza es un sentimiento revolucionario», cita de Marx que la censura franquista le exigió eliminar de Blues castellano y usted se negó. La palabra revolución sigue en su boca.
Las causas que llevaron a Marx a hacer ese diagnóstico siguen existiendo y, si esa vergüenza es una forma de reconocimiento de culpa y de voluntad de remisión, está vigente. Por tanto, puede ser revolucionaria. Pero no entiendo por revolución lo mismo que el exsandinista Daniel Ortega o el fascismo español con su revolución pendiente. El concepto revolución está muy manoseado y es necesario depurarlo para llevarlo a su realidad actual.  Las revoluciones clásicas no van a funcionar, porque el poder económico las anula o bloquea, o porque ellas mismas se traicionan. El primer paso corrector estaría en buscar fórmulas, desde lo local, desde lo pequeño, para crear alternativas en las que no sean las multinacionales ni las plusvalías las que determinen la vida de la gente. Con la desaparición del consumismo compulsivo, el primero, el del automóvil y el de los aparatos tecnológicos, y también rehuyendo las grandes superficies, promoviendo el pequeño comercio, el intercambio y las cooperativas en núcleos reducidos… No lo veré, pero esa es hoy la alternativa revolucionaria que intuyo y a la que aspiro.
Hay pensadores, los declinólogos abonados de la retórica apocalíptica, que no ven alternativa al capitalismo del consumo. Sus palabras atesoran una «fraternidad sin esperanzas».
Mantengo eso que escribí hace muchos años. Quisiera que esa fraternidad fuera con esperanza, pero es un bien difícilmente disponible. Mientras no restablezcamos la conciencia de la pobreza no va a ser posible; menos posible aún si se persevera en la trampa del consumo tóxico de coches, teléfonos móviles o drogas, de tantos productos entre los que no hago diferencia: todos son formas de una delincuencia económica que se sustenta en el engaño, la dependencia y la explotación; es casi seguro que los whatsapp están creando más enfermos y mas graves que el cannabis. La esperanza pasa por convertir nuestro actitud depredadora en una actitud de empatía. Hay otras especies animales, las abejas, las hormigas…, que en su irracionalismo viven la empatía colectiva. ¿Por que nosotros no?
¿Predica con el ejemplo? ¿Nunca ha tenido coche?
Se hace lo que se puede. Nunca hemos tenido coche. Ahora que mi mujer y yo estamos físicamente limitados, recurrimos al taxi habitualmente y el gasto es infinitamente menor, no digo nada si se usa le tren o el autobús. Al ahorro se añade la reducción de las emisiones contaminantes y de los accidentes. Son ejemplos de pequeñas actitudes y acciones individuales anticonsumistas que, seriamente multiplicadas, supondrían ataques pacíficos —frenos, cuando menos— al poder económico depredador. Al poder que se acrecienta mediante la creación de enfermedades sociales. Y que es dado por bueno y cuenta con el apoyo de los poderes políticos, siempre democráticos y gobernantes o no, circunstancia ésta que convendría recordar y analizar. Quiero añadir que es prácticamente indiferente que estos poderes políticos se consideren de izquierdas o de derechas.

César Iglesias es licenciado en filología española por la Universidad de Oviedo. Ha trabajado desde 1982 como periodista en diferentes medios de comunicación (Cadena SER, La Nueva España La Voz de Asturias) y en gabinetes de comunicación de instituciones públicas. Es autor de la plaquette Las casas pechadas (Trea, 2011) y de los libros Lengua del duelo (Trea, 2016), Piazza del bacio (Trea, 2016),  en colaboración con el artista plástico Federico Granell, y Suena la nieve (Isla de Siltolá, 2019)

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